1/25/2005

Esta tarde he decidido asesinarme –suicidarme pues–.
Ayer en la noche fue un infierno. Hacía demasiado calor, mi frente sudaba, escurría; tú bailabas, oscilabas en, por lo menos, dos estados; en esa frontera con lo onírico, deseé tanto que me acompañaras.
Amaneció. El momento más difícil. Quería aferrarme a la vida, a las banalidades, al confort, quería ofrecerme al sentido común. Anhelaba admiración, asombro. El esfuerzo, estéril –llamarle esfuerzo a aquello es un eufemismo–. Deseaba que me acompañaras.
Espera. Silencio. No. No es por eso que tomé la decisión. No es por eso. Estoy harto del mundo, pero porque lo he disfrutado. Ya no te necesito, porque te he amado. He dejado de valorar interactuar en la realidad, y lo peor: siquiera de considerarlo. No es porque te deseo, inútilmente. No, porque me has abandonado. Porque sí. Eso sí. Sufrir es la única sensación que no soporto.
En fin. Esto no es una explicación, no un arrepentimiento. No. Es sólo para que se constate mi decisión. No hay ni siquiera culpa. No es por eso. En tanta perfección es lógico retroceder o, simple y voluntariamente, extinguirse. Pero creo que he ido muy lejos. Llamarle perfección a la vida suena a sarcasmo o a que no me gusta. Y la verdad es que me encanta.
No. Es el instante. Este es el momento designado y ojalá todos tuvieran la lucidez para saberlo. Qué día de sus vidas no será doloroso abandonar, al resto.
No quiero que no sepas afrontarlo. No quiero, para ti, una agonía. No la soportarías. No quiero el impacto, cuando comprendas que después de esto no hay ‘nada’ –si es que logras captar algo con ‘nada’–.
Ya no existes, mente. Ya no.
Existimos.

No hay comentarios.: