5/27/2006

Puente de primero de mayo. Parte II

Sábado en la tarde

Siempre a la carretera, tal vez como extensión de mi fascinación por los procesos, la disfruto como si me llevara a la apoteosis de mi vida. Gerardo, su siempre agradable compañía Bere, Lula mi vecina, el paisano de Beckett, o sea Michael, dentro del mismo coche, ah sí, y yo, decía, los cinco dentro del mismo coche, en la carretera. Cuando dentro de un coche, como ya dije que estábamos nosotros, los pasajeros están abiertos a pasar un buen rato, como estábamos nosotros, la verdad es que el sentido del humor se afloja hasta los linderos de lo absurdo: caja, dice alguien, reímos todos, alguien responde de nuevo caja y la carcajada ensordece y de la nada Lula ve un pene en la fila para llegar a la caseta, y reímos, y asomamos todos la cabeza por su ventanilla y lo comprobamos, y reímos; y después reflexionamos en torno a lo extraño de ver un dildo en la carretera, y volvemos a reír. Y yo: esto, no es cierto, esto otro, tampoco es cierto; y todos ríen. Michael dijo: desde ahora te vamos a llamar Andrei el no es cierto, lo cual, por supuesto, me fascinó: Andrei Noescierto, el que miente y luego ríe, el que inventa, el que transporta a la ficción cada que habla, el otro lado de Andrei Elreal, ese que se cree escritor. En fin, iba Andrei Elreal en el coche, Andrei Elreal y su sentido del humor: agrio, como dijo Lula: ácido cuando estás de buenas. Y como no iba a estar de buenas si, a pesar de que éramos cinco personas muy diferentes, la selección musical era de mi agrado. Kilómetros. La lluvia y el pavimento. Velocidad. Música suave. En ese momento me sentía parte de algo, uno solo con los otros cuatro: los cinco movíamos la cabeza al unísono, sabíamos que el de a lado lo disfrutaba, no sólo la melodía, la lluvia, el asfalto, la estabilidad del automóvil, el movimiento, una curva bien acompañada por el bajo, una curva suave, las cabezas, un túnel en el horizonte, la inminencia de una explosión, la divina sincronía entre canción y paisaje, entre velocidad y ritmo, un túnel a la vista, las cabezas, silencio entre los cinco, melodía, una curva suave, canción y paisaje, los cuerpos, el coche, la curva, el túnel cerca, la lluvia, el túnel, velocidad y ritmo, el túnel, los cinco en silencio, primitivos, y la explosión a punto, y el túnel a punto, y el teléfono celular de Michael que suena como loco. Puta madre, gritamos todos. Joder tío, dijo Michael al contestar, estábamos a punto de flipar. Era Manolo, que por qué no habíamos llegado y que el Barcelona todavía no se coronaba. Joder, dijo Michael, ya estamos en camino. En el fondo yo sentí alivio pues, aunque los cinco estábamos conectados, pensé que tal vez Gerardo quería aprovechar ese éxtasis extraño para soltar el volante y, por lo tanto, morir con la aprobación de todos. Quizá Manolo le había salvado la vida a Gerardo, a Bere, a Michael, a Lula, a Andrei Noescierto y a Andrei Elreal. En todo caso, el momento sublime se había frustrado; el poema no llegó, pensé. Como sucede casi siempre que se viaja, llegamos a nuestro destino.

Sábado en la noche

Manolo es fanático del rock mexicano de los sesenta y además ostenta una colección tan extraña como jocosa, sobre todo si se aclara que él es madrileño y nació hace treinta años. Con La Revolución de Emiliano Zapata, por ejemplo, al fondo, comimos y comimos. Tragué como demonio, los compañeros hablaban y reían y se abrazaban y se felicitaban mientras yo, con mi taco de chorizo verde entre las manos, sólo comía y bebía y pensaba en que el tiempo sucede y uno, si se tiene suerte, puede observarlo.
Hubo dos cosas que llamaron mi atención. La primera fue que algunos confesaron, casi avergonzados, como yo, ser lectores. Michael, por ejemplo, dijo con pena que en su época más entusiasta llegó a leer Finnegans Wake, de Joyce; qué bárbaro, le dije, pues era la primera persona que conocía que realmente lo había leído. Le informé que pretendía leerlo y él dijo: si lo piensas leer en español ni lo leas, tío, ni de coña, debe leerse en inglés. Por qué no, dije con voz fruncida. Por que es un río, tío, es una novela para escucharse. Callé. A ver, vamos a ver, dijo, si lo lees en español sería como pararte frente al río más hermoso y escuchar reguetón. Caray, dije y seguí bebiendo con los Teen Tops de fondo, pero Daddy Yankee en el cerebro: pum ta pum ta, pum ta pum ta, pum ta pum ta.
La otra cosa que llamó mi atención fue que por momentos me sentía integrado y por momentos solo, distante; como si los compañeros de trabajo, como si la oficina, pues, fueran un fuego oscilante en medio de la sierra: a veces acogedor, tibio, amable, mejor que una colcha y, de pronto, exiguo, dócil ante cualquier viento. El tiempo pasó y nos fuimos. Manolo es un extraordinario anfitrión. Me regresé con Lula, de nuevo, y con José Luis; entre los tres, las ganas de seguir con la fiesta eran suficientes para prolongar el inminente sueño. Llegamos a la ciudad, recorrimos bares y escuché un par de frases que aún recuerdo, que hirieron una parte de mí que estaba dormida, me mantuve atento pues, y luego pedí irme a dormir.

Domingo en la mañana

Desperté. Sentía que el casi sublime túnel me atravesaba el cerebro y Daddy Yankee cantaba por él. Pinche cruda, dije, tomé agua. Había quedado con ellas a las diez para ir al tepozteco. Chin, eran las diez y media y tenía sueño, mucho sueño y sed, pero eran más mis ganas de viajar con ellas que me bañé y sentí que mejoraba notablemente. Cuando llegué, ellas estaban preocupadas, más que furiosas como yo pensaba y dijeron: por fin, pinche Andrei, ya vámonos. Salimos. De nuevo la carretera. Con ellas siempre me siento cómodo, tal vez porque sus inquietudes son más parecidas a las mías, son de esa especie extinta que lee, y lo más chistoso: que buscan que las lean. De todas formas hay una parte específica de ellas que me hace feliz sin ningún esfuerzo.

5/19/2006

Puente de primero de mayo. Parte I

Viernes en la noche

Abrí la puerta del departamento, agotado por el día de trabajo. Encendí la luz de la sala, vi mi cama al fondo, apagué la luz e intuitivamente caí en el colchón sin cerrar los ojos. Con la mirada en el techo pensaba en la muerte como una flecha fría, trémula, inminente, con trayecto y tiempo definido. En algún momento, creo, cerré los ojos porque al escuchar el aviso de un nuevo mensaje, en mi teléfono celular, volví de algún lugar, de otra parte; si no fuera por mi lógica férrea, diría que volví de Viena; levanté el teléfono y leí: estoy triste, háblame. Sin soltar el celular me di la vuelta y, boca abajo, cerré los ojos otros treinta minutos.
Ella también es de Oaxaca. Llegó hace cinco años, me parece, y entonces era una niña tierna y amorosa, cursi, santa, casi una Carmelita descalza. Hoy, además de ser leída, práctica e incisiva, por fortuna, sigue en la tónica cursi, y lo mejor es que le enorgullece; en pocas palabras: ya sabe lo que quiere.
Quedamos a las once de la noche en el centro de Coyoacán, una vez más. Llegué a las once cuarenta y aún así me recibió con un abrazo y un brinco. Tomamos cerveza con vino, varios tarros. Dentro del bar, una densa tela de esnobismo y humo de tabaco, ornamentada con ideas orientales, envolvía nuestra charla: el uno frente al otro. Supongo que quería escuchar de narrativa y olvidarse de modelos económicos o identidades nacionales, yo preferí crear modelos agudos de crítica de la vida cotidiana, ejemplos de problemas de identidad en nuestro alrededor y argumentos para derrocar a cualquier cinéfilo. Ella rió. Después me contó su desilusión, su ansiedad. No te preocupes, le dije y contemplé, con simpatía, a los demás parroquianos, sin duda, con conversaciones similares a la mía. Lloró, lloramos, pensé: seguiremos llorando. Ebrios ya, a las dos de la mañana, nos corrieron; caminamos abrazados en busca de más alcohol. Vamos a bailar, dije y tropezamos. Bueno, dijo, y se sentó en una banca. ¿No quieres bailar? Sí, sí, vamos. Un minuto de silencio y luego dijo: ¿soy distinta? Claro, le dije, y qué bueno. Ella siguió con la mirada fija en la grieta que nos hizo tropezar; yo saqué por instinto, creo, mi teléfono celular, como si tuviera a quién llamarle a esa hora, como si tuviera a quién llamarle. El frío pusilánime, el suspiro de ella y mis ganas de bailar coincidían como personajes sin parlamento en una bóveda oscura, mientras se miran la cara y levantan los hombros. Guardé el celular, eructé y la vi: tenía razón: era distinta, las mismas piernas, el mismo peinado, pero distinta. Algo dentro de mí se sentía culpable de su ensimismamiento. Estoy inconforme, dijo, siento que no estoy donde debo estar, llévame a mi casa. No soporté esa extraña culpa y le chiflé a un taxi.

Sábado en la mañana

Una vez más volví de Austria. Por alguna extraña razón dormí en el suelo y el frío intenso de la madrugada me hizo soñar con esquís y un escritor ermitaño, tal vez Bernhard, que me confió frases increíbles, filosofía pura que jamás recordaré. Al poco rato llegó mi papá para invitarme a desayunar. Hablamos de lo difícil que era, en los setenta, querer ser poeta cosmopolita y no costumbrista o social; sobre todo si se militaba en el partido comunista, se había nacido en Oaxaca y, sobre todo, si no se era homosexual. Caminamos hacia una esquina y desayunamos unas ricas cazuelas. El café era bueno, el pan dulce sabía a jabón, como casi siempre en el df, y mis ganas de abrazar a mi papá eran enormes, pero esperé hasta que nos levantáramos. La sobremesa duró una hora por lo menos; la conversación, que bandeaba desde el presidente de Uruguay hasta la nueva película de Tom Cruise, fue interrumpida a menudo por grandes silencios que comunicaban mucho más. Pagó la cuenta, nos levantamos y me guardé el abrazo en el estómago.

Sábado en la tarde

Como a las tres de la tarde, desperté en mi sillón con las frescas páginas de Manuel Puig sobre mi cara. Medio abrí los ojos y leí, subrayado con mi baba, de forma involuntaria: ya está la cena lista sin gastar un centavo. Hay veces que la libromancia es tan acertada que obliga a respetarle. De inmediato pasó Gerardo por mí para ir a la comida de Manolo, en Metepec. Le conté que había estado en Austria y dijo que sí, que él me había visto acompañado por un viejo ermitaño.

5/10/2006

Revisaba el periódico, en la sección de entretenimiento, y me encuentro con una agradable sorpresa: se exhibe, en la cartelera comercial, el documental "Tarnation" de John Caouette. Todos los que se quejan de la pésima oferta de películas, ahí tienen una buena joya que no deben dejar escapar. Hay que ver ese documental, en verdad, hay que verlo y sobre todo hoy, hay que verlo al terminar la comida familiar y después volver a casa y pensar un momento en las madres, si es posible, con ella enfrente. Resumen: recomiendo: Tarnation: ampliamente.

5/07/2006

Terminaron mis días libres en Oaxaca y tuve que regresar a la ciudad de México. Con dificultad, como siempre, me despedí de mi mamá y caminé hacia la calle martires de Chicago, dentro de la primero de mayo, para tomar un taxi a la terminal del ADO. Ya las once y media de la noche. Caminaba y pensaba en la noticia que me había dado uno de mis mejores amigos; él, alrededor de unas cervezas, comentó con indiferencia que Dolores, o Lolis para mí, estaba embarazada y casada, o al revés. Después de un segundo se acordó que era mi exnovia y se disculpó. De qué te disculpas, le dije. No sé, no tuve tacto. No te preocupes, no pasa nada, además, cada que vengo alguien está embarazada o alquien murió. Sí, así es. Mándale mis saludos cuando la veas, le dije y la conversación se perdió en un viaje a la playa que después se frustró. Pensaba en eso, decía, caminaba hacia martires de Chicago y escuchaba al Postal Service. El servicio postal me pone nostálgico, me hace pensar en la distancia, en el tiempo, y en todo el aire que está entre la distancia y el pasado, el mismo aire que se agolpa en el estómago y toma las decisiones. Un coche blanco se detuvo en la esquina. Evidentemente era alguien que me reconoció y, al ver mi maleta, se animó a darme un ride, me esparaba. Era tal mi hurañez, si es que existe el término, que caminé más despacio para deseperar al del coche y que se fuera, que se vaya, pensaba, no tenía ganas de hablar. Pues fue al contrario: la dueña del coche blanco fue paciente, espero y al llegar, yo, a la esquina, gritó: Andrei, a dónde vas. Hola, qué cosa, dije, qué raro que te vea. Lo mismo digo, ¿vas al a de o?, yo te llevo. Bueno. Subí y permanecimos callados. Arrancó. La última vez que la vi, a la conductora, era un güerita de 16 años que pintaba con plumón en las casetas telefónicas: wake. Seguía yo con el servicio postal en la mente, callado, y de pronto ella sintió necesidad de hablar. No, pensé con agobio, no. ¿Ya supiste? No, dije con ganas de callarme, no pero déjame adivinar. Cállate. No, en serio, déjame adivinar: alguien está embrazada o embarazado, o alguien murió. Cállate te digo, me dijo ella, se acaba de morir Montañas. ¿Cuál? El amigo Montañas. No manches. Sí, no manches, ya ni me digas, fíjate, qué bueno que te veo, cuando supe me puse a pensar en esa época y de pronto me acordé de todos, me acordé de ti y pensé: ay, qué será del Andrei en esa ciudad tan peligrosa y ve, aquí, en esta ciudad tranquila, se mueren uno por uno los amigos. Caray, dije, estoy muy bien, la verdad, es una pena que haya muerto nuestro amigo. Y entonces pensé que más bien fue un conocido, un agradable conocido que siempre saludaba con alegría, con quien habré coincidido en algunas fiestas y compartido bastantes amistades. Qué pena, le dije, no sé ni qué decirte, me caía muy bien. Bueno, ya pasó, qué bueno que te veo, pero neto pinche Andrei, cuídate mucho. Chale, qué pena, gracias, tú también cuídate, por cierto: cómo has estado. Agotadísima, la vida es dura. ¿Por qué dices eso? Tengo dos hijos. Ah, ¿si? Sí, no te hagas, ya te habrán contado, son bien chismosos. ¿Quiénes? El mundo. Bueno, dije, la verdad es que no lo recordaba pero sí, sí me enteré. Pues sí, dijo ella, en esas estoy, y asintió con la cabeza tres veces como convenciéndose de que así era, que evidentemente en esas estaba; en esas estoy, repitió. Callamos. Postal Service seguía en mi cabeza. La miré y me di cuenta, a pesar de que aún sonaba a niña, de que era una mujer, ahora era la güera, la mamá, la mujer responsable que había ido a comprar pañales a la farmacia y que se había encontrado a un amigo que la conocía como la güerita, la wake. ¿Te acuerdas?, dijo, no manches. Sí, dije, no manches, no tenía ánimo para hablar de graffiti o de la prepa y cerré la charla: no manches. Sí, dijo ella, no manches, y suspiró. Callamos. Pensé en que, así como la wake, también Lolis diría que la vida es dura y entonces, en verdad, deseé que no fuera así.
Bueno, ya estamos, me dio mucho gusto platicar contigo, me hizo bien. Lo mismo digo, dije y bajé. ¿Cuándo regresas? Tal vez en junio. ¿A ver si nos vemos, no?, ¿sigue viva la peque?, ¿y tu hermano cómo está? La peque está más viva que nunca, cumplió catorce en febrero y ladra todavía como loca; mi hermano vive en Huayapam con su mujer y su hija, ya me voy. No manches, si es cierto, ya me habían contado. Bueno, dije, nos vemos, gracias por el ton. De nada. Cuidate. Cerré la puerta, la escuché arrancar y caminé, hacia la multitud que todos los días se va de Oaxaca, con el cover que Postal Service hace de los Flamming Lips en mi cabeza.