4/24/2006

Que quede bien claro: al centro de la ciudad de Oaxaca lo envuelven docenas de colonias: la Oaxaca real, la Oaxaca no turística.
Hay tantas cosas que debo contarles. Mi colonia es pequeña y relativamente nueva. Nuestro orgullo es Vinicio Castilla, la única superestrella tangible en mi pubertad (una tarde de verano lo veía conectar un cuadrangular por la tele, en las grandes ligas; y otra tarde de invierno me lo encontraba paseando a su perro). En fin, esta colonia, en realidad unidad habitacional, que será cuna no sólo de beisbolistas, espero, es un conjunto de casas asignadas hace unos treinta años a trabajadores asalariados. Éstos, al decidir no abandonar al centro histórico, heredaron las nuevas casitas de interés social a sus hijos estudiosos y honrados. Y así ha sido; la gente es sencilla, la zona es tranquila, los hijos, en su mayoría, han resultado profesionistas, trabajadores de confianza; y los hijos de esos hijos, con una mayor estabilidad financiera, han resultado con aspiraciones, digamos, un poco menos sensatas. Una tarde, de esas en que salía con mi pelota de beis y una pluma, vi a la falda estudiantil mejor formada y apretada que ahora recuerde. Se llamaba Luvia, la hija de algún vecino. Aunque era mucho más grande que yo, averigüé su nombre, me dijeron que estudiaba en la nocturna y que quería ser cantante. Me parece que esa colonia ya ha dado una cantante al montón de pastiches que se escuchan los domingos, o quizá sean mentiras de la gente, el caso es que esa cantante que sale en la tele no ha sido Vinicio Castilla, pero tampoco ha sido Luvia; y el caso en realidad es que en la época en que me enteré de su aspiración, pensaba que era imposible que alguien de esa colonia lograra un sueño tan difícil, mientras, de lejos, veía sus muslos morenos, gruesos y brillantes como su pelo, y creo que nunca le vi los ojos.
Pasó el tiempo y cumplí dieciocho años. La colonia, así como ya había engendrado usureros, músicos mediocres y microbuseros, también había generado fotógrafos de bienal, artistas plásticos prometedores (como toda colonia de la ciudad), un buen número de profesionistas con el éxito asegurado y, como olvidarlo, a Vinicio Castilla. Luvia no había terminado ni la prepa. En fin, con ese balance más o menos alentador, salí de ahí con mis aspiraciones.
Y sí, a pesar de que he ido constantemente en estos seis años, los recuerdos se han diluido. Dentro de la cotidianidad del de efe, es raro el día en que la unidad habitacional primero de mayo pase por mi mente; y es todavía más raro cuando pienso en mis vecinos y los imagino por ahí con sus aspiraciones, unas más excéntricas que otras (no seré el único diseñador, y espero ser uno más del puñado de narradores que sin duda escribirán sobre mi colonia), y al pensarlos, casi sin quererlo, quizá porque son de mi colonia, deseo que logren lo que aspiran (aunque unos más bien aspiran coca y otros, de tanto aspirar crack, se han quedado en el camino). De Luvia la verdad es que ya ni me acordaba y a Vinicio Castilla ya ni lo admiro siquiera.
Estos días que estuve en Oaxaca, caminé por la primero de mayo: Ahora parece más un fraccionamiento, las casas se han ampliado hacia delante o hacia arriba, las calles son más angostas y ya no son empedradas. Hay menos polvo pero más sol. Las esquinas están apuntaladas por negocios de comida rápida y farmacias. Nuestros padres envejecen y ven la tele. Nosotros no estamos o estamos de visita, u otros están en la oficina, en el bar que administran o amenizan, o en el periódico que actualizan. Ya no hay niños ni adolescentes, ya no hay gritos ni carcajadas, las calles y los patios están vacíos. Los niños están un poco más al norte, en el parque deportivo “Vinicio Castilla”, no sólo juegan beis, juegan futbol o escondidillas mientras imaginan que algún día serán el orgullo de la colonia. Los adolescentes están un poco más al sur, beben y la contemplan: sus caderas jugosas, sus muslos morenos que aprietan todo el antro con su calor y su entrepierna que brilla y suda con tal lascivia, que el olor hace imposible ver cómo su boca permanece en silencio.

4/17/2006

Vine a Oaxaca a pasar unos días. Mi hermano, hasta hoy en la mañana, regresó de su viaje a Huatulco por la semana santa. Él ya no vive con mi madre. De todas formas llegó a la casa, por reflejo, quizá, y nos vimos, nos asombramos, uno no imaginaba la presencia del otro y al encontrarnos el momento fue grato. Visito tu blog, dice de pronto. Ah, ¿sí? y, ¿qué te parece? No te pongas nervioso, mi hermano, está muy de moda eso de los blogs, ¿qué cosa te preocupa? Nada, ¿qué opinas, entonces? Pues bueno, opino, opino, la verdad creo que sigo siendo tu ídolo, que, a pesar de tus estudios, sigo siendo tu principal influencia, es decir, hermanito, detrás de tu voz hay una sombra que te cubre y te alimenta. ¿Cómo? Detrás de ti, sí, mi timbre se escucha más allá de tus palabras. Oh, y... Escucha, me dice; no me interrumpas, le digo; sé, me dice sin escuchar, que hiero tu orgullito pero eres mi hermanito, no lo diría si no fuera cierto. ¿Podrías ponerme un ejemplo? Millones. Uno. Ahí te va uno: el primer post que publicaste es una alusión directa a la vez que te conté que vi a un señor morder una cebolla. Puede ser, le digo, pero no sólo tú. Escucha, no me interruptas, digo, no me interrumpas, me dice, aquella vez yo te vi a los ojos y noté que me mirabas y supe que algún día, aunque tú no te dieras cuenta, lo escribirías. Mmm. Así es, hermano, segundo caso: en muchos de tus posts se puede notar el ritmo de mis conversaciones, y en esto está de acuerdo mi mujer, te hemos leído juntos y, como sabrás, coincidimos en que, al fondo de tu prosa, se escucha el ritmo con que fluyen mis ideas en situaciones cotidianas. ¿Cómo puede ser eso, no será, hermano, porque somos hermanos? No. ¿No? No, no, escúchate, quizá se deba a que platicamos tanto tiempo durante tu infancia que, dentro de tu mente, las ideas corren a mi ritmo; mi mujer, tu cuñada, cree que quizá sea porque mis peroratas están bien impregnadas en tu subconciente; aunque yo, la mera verdad mi hermano, opino que lo haces concientemente porque es la mejor manera de expresarte, es decir, soy tu modelo. Gracias, entonces. De nada, me dice, pero si quieres que te lo demuestre, déjame escribir este úlitmo párrafo, antes de que lo subas. No sé, le digo.

Ya ándale, me dice él, estamos los dos al teclado, ya de por sí hemos escrito esto último juntos, déjame, anda, ¿tienes miedo?, siempre has tenido miedo. Está bien, le digo; pero luego pienso que mejor no, que la razón por la que no quiero dejarlo escribir es por el estricto control de calidad que impera en mis creaciones. No mames, dice él, eso no lo pensaste, lo dijiste en voz baja y lo escribiste y borraste y escribiste como cuatro veces, te creía, más bien te imaginaba, más espontáneo, mi hermano. Está bien, le digo, pero luego pienso otra vez que mejor no, que temo verme superado por su prosa, por la personalidad, que sin duda ha de notarse en su palabras, por esa personalidad que desde niño he envidiado; y entonces le dejo el teclado a mi adrmirado y también apuesto hermano y le digo: por favor, no hables mal de mí, no hables de mí. Pues no veo por qué, dice él, no eres la gran cosa, a menos, a menos que, a menos que no quieras que diga que te daban miedo los perros y las gladiolas y el programa de dimensión desconocida y la oscuridad y los gritos de doña Gloria, y que llorabas con alf, dumbo, bolek y lolek, las canciones de Zitarrosa y casi todas las noches, escribe, como ahora lloras porque te he quitado el teclado y no has podido meter tu mano en este último párrafo. ¿Lo ves? No pasa nada, ni siquiera se ha notado.

4/07/2006

Leo a Heriberto Yépez y me dice que la tristeza con la que amanezco, es signo del combate contra mi propia transformación. Y entonces cierro mi iBook y subo por la escalera, la de mi casa, que no llega a ninguna parte. Y me siento, ahí, en ninguna parte, a reflexionar. Pienso en la mentira: una de las consecuencias, o desventajas, de mi cambio de domicilio, es que no tengo internet; he dicho una mentira; de todas formas debí haber leído a Yépez en la oficina y de alguna manera memoricé su frase, o quizá la apunté, no sé, de plano pude haberla inventado. Y luego pienso en la verdad a medias: es cierto que mi escalera no lleva a una planta superior. No quiere decir que no llegue a ninguna parte pues, si estoy sentado aquí, reflexionando, es porque al menos piso tiene; aunque hay que aceptar que si se suben escalones: es para ascender y no para detenerse para bajar, o eso creemos todos, incluso Cortázar. Y mis escalones no son para ascender. Lo cual, ahora se me ocurre, podría replantear mi visión de la vida. Pienso en la verdad: de pronto, aunque me gustaría más decir repentinamente, pero dije de pronto, bueno, de pronto, decía, no entiendo por qué tengo tantos deseos de publicar, no entiendo por qué quiero que la gente me lea si yo no leo lo contemporáneo, si no compro las antologías, si en los suplementos culturales me brinco los cuentos; no entiendo por qué quiero publicar cuento si cuando los encuentro me hastían, si cuando los escucho me aburren, si cuando oigo hablar a sus autores en los medios, o me dan náuseas o vomito. ¿Quiero yo eso? Es posible que si llegara a publicar, no me leería. Quizás esa sea un buena razón para escribir: para ya no tener que leerme. Soy sensato: es absurdo. Pienso en otra verdad: lo último que he leído son blogs. Soy más un consumidor de blog que de publicaciones actuales, lo acepto. De hecho, los únicos cuentos que he leído han sido disfrazados de post, y aún así medio me los brinco. Caray, pienso, me rasco la cabeza y bajo la escalera. Camino, veo mi cama y me aviento. Descanso, suspiro y pienso: ay, yo sé que no tengo un segundo piso, sé que no tengo un segundo piso, pero tengo la escalera; y el hecho de que, al subirla, no llegue a ninguna parte, no impide que disfrute de subir y bajar por sus escalones, no me quita la inspiración para reflexionar en su punto más alto. Todo lo comparo con la literatura. El proceso es a veces más sabroso que el objetivo. Yo no me enojo con un final deus ex machina si a lo largo del texto he disfrutado de un buen contenido, si he saboreado la prosa, si se me ha llenado el pecho de emoción y sobre todo si me satisface a nivel intelectual. En fin, o en proceso: sería bueno escribir sobre el proceso, precisamente, como género literario, no el ensayo, el proceso; es decir, las primeras notas, los apuntes, los bocetos clave, y todo aquello que al final se corta. ¿Andrei está triste? Quizás sí, pero quizás así comprenderíamos mejor a la literatura, o a la vida. Me atrevo a decir, aunque no grite, que exploraríamos más la condición humana leyendo los borradores, los apuntes y la idea original de, digamos, Moby Dick , que leyendo su última edición. Contemplar un proceso debe ser más estimulante, para mí, que un producto final. Subir una escalera puede ser una experiencia rica, más por el hecho de subir los escalones que por llegar a alguna parte. Vivir, es mejor que tener una vida. Escribir, reflexionar, mejor que publicar. ¿Un buen blog, mejor que una novela más en el mercado? Quién sabe. Me levanto de la cama y camino hacia la escalera. Me gusta tomar de la mano al pasamanos y subir mi pie derecho al primer escalón. Ahí pienso en otra verdad antes de subir: en el cuento, estrictamente, el personaje sólo tiene una transformación; en un ruído que parecen ideas, como éste, el personaje combate contra su transformación, la tensión es constante, y ni siquiera es necesaria la anécdota, creo, para comunicar el verdadero conflicto.

4/05/2006

Amanece, estiro los brazos. El sábado pasado me desperté temprano. No sé dónde comer ahora. Me alisté para el día, amanecí con ánimo. Antes de salir, claro, debo desayunar. Me senté ante la mesa del comedor. No hay nada en la alacena y no tengo refrigerador. Y todavía no tengo refrigerador. Bueno, a buscar un buen lugar dónde comer por acá. Salí, entonces, a caminar. Camino, me gusta caminar, me gusta la zona. Caminé, dejé la voluntad en los pasos. Recuerdo ahora. Pensé entonces. Antes todo era fácil, hasta la cruda de los sábados. El sol apretó mi cabeza. Qué calor, qué dolor, qué caliente tengo la cabeza. Sudé, subí a un microbús. Media hora de camino, es poco, es fácil. Fui hasta la colonia roma a curarme la cruda con chilaquiles. Qué rica salsa, qué buen aroma, qué de buenas me pone desayunar en sábado en la colonia roma. Tomé un microbús para desayunar. Me encanta esta colonia, la cuenta por favor. Media hora de camino en vez de conocer la nueva colonia. Quizá busque un libro en Álvaro Obregón. Pagué, salí del restaurante, caminé por Álvaro Obregón. Ya no podré hacer esto todos los sábados. Me puse cursi, nostálgico, encontré una banca. Es obvio, extraño todo esto, caminar por acá, extraño mis sábados, me extraño. Ya no entré a ninguna librería, contemplé la mañana, sudé la cruda sentado en esa banca, adornando el camellón. Extraño mi casa, es parte de mí, ahí, practicamente, forme mi personalidad. Después de un par de horas de pensar en el espacio, no en el contexto, como parte de la identidad, me fui a mi nuevo lugar. Mejor vuelvo a mi casa. Tomé un microbús de regreso. Uno nunca puede estar plenamanete satisfecho. Llegué y la vi más bella que nunca, y me sentí extrañado, y culpable. Debe haber buenos chilaquiles bastante más cerca de lo que imagino, mañana caminaré por aquí, por mi nueva casa. Y así lo hice.