6/23/2006

Como cuando uno tiene el cerro de ropa en el suelo, y entonces tu vieja te dice recoge eso, anda, recoge eso, y uno sí, vieja, mañana; y de pronto, un día, mientras habla con alguien de lo ejemplar que eres como marido y al mismo tiempo, ella, tu vieja, te echa una mirada de, a pesar de las flores que salen de su boca, te echa una mirada de hartazgo, y entonces sientes una pena terrible y al llegar a casa lo primero que haces es recoger el cerro de ropa; así como es ese momento, ahora, México, la selección, tiene la oportunidad de recoger el cerro de ropa. Todo eso me dijo un taxista mientras platicábamos de futbol hoy en la mañana. O no joven, me dice, o no lo ve usted así. Y entonces pienso, además de lo sorprendentemente cotidiano que es que un taxista me impresione, pienso que tiene razón, que hay que aprovechar la situación y ajustarla a nuestro favor, digo, y también desearle un mal día a Argentina.

El fin de semana pasado vino Rommel al de efe. Después del partido contra Angola, platicamos como dos horas de futbol. Él dijo en una de esas que el problema era de mentalidad, pero no por nacionalidad, sino por la personalidad de quienes obtienen las oportunidades en este país. Dijo, como buen ingeniero: claro que, por pura estadística, hay mexicanos con mentalidad fuerte, es más, el mundo está lleno de mexicanos brillantes, y entonces me surge la pregunta, dijo él, ¿por qué no tenemos futbolistas completos?, ¿y por qué la gente así, de otros ámbitos, como la ingeniería por ejemplo, no es reconocida? No sé, dije, ¿por dinero? Sí, en principio sí, obviamente, pero, a ver, dijo Rommel, yo fui un buen jugador y me sentía tan capaz de meter un penal en la copa del mundo como ahora de construir un puente en Angola, ¿me entiendes?, pero lo dejé porque los clubes no buscaban gente como yo, eso y que los mejores jugadores que conocí no debutaron, Andrei, no debutaron, ¿sabes quiénes debutaron?, puta, no sé por qué, la neta, pero debutaron chavos que yo veía inseguros, quizá prepotentes por la calidad de su juego, pero inseguros, Andrei, chavos con pedos, inseguros. Ay cabrón, le dije. Me quedé pensando en eso no sólo porque era producto de su mente ebria y envidiosa, sino porque traía algo que sonaba aliviante, es decir, el problema no es la nacionalidad, sino lo que decidimos que es digno de mostrarse. Suena descabellado, sí, pero me dejó pensando. ¿Los mexicanos le damos el triunfo, la oportunidad, a lo inseguro, a lo frágil? ¿Y por eso no debutan jugadores técnica y mentalmente completos?

Apenas escribo sobre la película El miedo del arquero ante el pentalty y veo a Bravo antes de tirarlo y pienso: el miedo del delantero ante el penalty es aun mayor, al menos en el delantero mexicano; y falla. Mierda, gritan todos. ¿Miedo al triunfo? ¿Mentalidad pequeña? ¿Pánico escénico? Quizá sólo fue que le pegó al pasto. Mierda, mierda, repiten. Pero pasan los minutos y Bravo corre y corre y no deja de pensar en el penalty fallado. Por ahí, por azar, cae la pelota en medio de sus piernas, con el arco abierto, y, por instinto, yo creo, le pega, como deseando que esa pelota jamás vuelva a tocarlo, y la vuela. Corre y corre Bravo, escondiéndose de los pasadores. Que no me vean, piensa mientras corre, que no me caiga otra vez la pelota, ya no quiero cagarla más, ay, no, ay, ahí viene la bola; y le pega y la vuela. Y antes Márquez, presionado por ser el líder, el experimentado, el cultivado, mete una mano de liga infantil. Quizá pasaba por su mente que esa era la forma de que ya no lo tomaran en serio, de que la gente ya no creyera tanto en él, de que se dieran cuenta que no es un súper hombre, que tiene errores, o quizá pensaba todo esto y ni cuenta se dio que brincó con la mano levantada, o quizá sólo quiso llamar nuestra atención con un detalle jocoso para contar al otro día en la oficina. Y después Pérez, el Pérez que son todos los Pérez de México y a la vez es uno solo, el de la cancha, el que no tiene noción de dimensiones futbolísticas tan complejas como distinguir a México en un mapamundi, de ese Pérez ni hablar quiero. ¿Así somos los mexicanos? ¿Cometemos un error y nos escondemos? ¿Pensamos en que ojalá no caiga otra oportunidad de oro, como un penal, para no cagarla? ¿Esquivamos las oportunidades y, cuando sin querer nos topamos con una, nos ahoga el miedo al fracaso, o sea, tanto nos ahoga que fallamos? ¿Cuándo el peso está en nuestros hombros, nos deslindamos? ¿Evadimos nuestra responsabilidad? ¿Es un problema de nacionalidad o de personalidad?

La noche antes del juego escribí mi solicitud para la beca de la fundación para las letras mexicanas. La leí unas catorce veces y quedé satisfecho. Después abrí Tres Tristes Tigres de Cabrera Infante y lo leí por un par de horas antes de ir a la cama. Entre sueños, en la madrugada, desperté y prendí la computadora, recordé la audacia de Cabrera Infante y luego vi mi propuesta, según yo original, de aportación a la literatura, y la borré, la suprimí sin pensarlo. Amanecí muy tranquilo, conciente de que había eliminado mi texto, y me fui a la oficina a ver el partido. ¿Soy Bravo?, quiero decir, ¿soy un Omar Bravo? No señor, no, quizá perdió México, pero yo he vuelto a escribir mi solicitud inmediatamente después del juego y quedó mucho mejor que antes. La derrota ha servido para que, al menos yo, decidiera no ser como los seleccionados de futbol de mi país. Ojalá haya surgido un escritor después de ese penoso juego, ojalá.

Hace un año estaba en Buenos Aires cuando se jugó el Argentina - México de la Copa Confederaciones. En un Bar de Boedo, ocultando mi nacionalidad, pude ver sus rostros al terminar el encuentro: sudorosos, desconcertantemente aliviados. Cuando México iba arriba en el marcador escuché de su labios palabras de admiración hacia los jugadores mexicanos, incluso describiéndolos superiores a ellos. Increíble, ¿no? Los jugadores de los dos equipos eran casi los mismos y también era en Alemania. Si ya se logró poner en un aprieto a Argentina, no veo tan lejano que vuelva a ocurrir. Hay que sacar ventaja de las circunstancias, del pase a pesar del pésimo inicio. Parece que sólo es cuestión de que se decidan, los seleccionados mexicanos y el nefasto Lavolpe, a recoger el cerro de ropa que han dejado tirado en el suelo.

6/19/2006

Hubo una tarde en que, del centro, en donde siempre echaba la hueva después de la escuela, fui con unos amigos al cineclub que está cerca del andador turístico de Oaxaca. En ese entonces, en el 98, el cine no me interesaba, para nada; mucho menos, creo, la literatura. El cineclub El Pochote contaba con un ciclo especial de futbol y cine, con motivo del mundial que ese año se celebraba en Francia. Yo no me perdía ningún partido, en serio, no sé qué hacía en la calle a esas horas. Me convencieron tales amigos con el argumento de que ver cine europeo era chido. Bueno, pensé, yo quiero ser chido, vamos a ver. Era la primera vez que entraba a un cineclub independiente, había café gratis, extranjeros, pachecos, universitarios matudos y bachilleres pose. Antes de iniciar la película, mi mente estaba atiborrada de prejuicios, pensaba que todo era una farsa, que proyectarían una pretención seudoartística inintelegible, y al finalizar todo el mundo aplaudiría y volverían a casa un poco más informados respecto a lo que sucede en torno a su mundo mamón; eso pensaba, decía, e imaginaba cuánto iría Marruecos al minuto 66. Al apagarse el foco me mantuve en silencio y de ahí no me moví. Wim Wenders me dio un celuleidazo en la boca. Al terminar la cinta no aplaudí, me quedé estático. Me serví una taza de café y cuando estaba a punto de salir comenzó la sesión, no sabía que se comentaban las películas en un cineclub independiente. Me dio la impresión de que todos, tanto extranjeros como bachilleres y pachecos, opinaban para impresionar a las damas, para presumir sus conocimientos recién adquiridos. Yo no entendía nada de lo que decían pero sentía, en el fondo, que se les iba algo, quizá prescindible, pero importante para mí, no sé por qué. Por supuesto, no pude expresar lo que sentía, no tenía los elementos necesarios para que me entendieran, callé y volví a casa un poco más ansioso que antes. Eso me motivó a entrometerme en el cine, en la concepción y el desarrollo de sus contenidos; eso que no pude explicar, que ahora menos pero que se sostiene en cada intento mío de transmitir emociones, tanto en texto como en imagen. La película fue El Miedo del Arquero ante el Penalty (Die Angst des Tormanns beim Elfmeter, Wim Wenders, 1972). Ahora sé que está basada en una novela. Apenas hace unas horas, qué curioso, en un programa de futbol, me vengo enterando que fue escrita, esa novela, por Peter Handke, más o menos por la época de la película. Evidentemente la película no habla de futbol, pero no es la historia la que me tocó; no dejé de pensar en la carga que es para un arquero, o para una persona normal, enfrentarse a una sentecia insoslayable, sobre todo cuando ésta proviene de él y de sus circunstancias, una sentencia introspectiva, capaz de motivar la accíon más soterrada e inexplicbale. Caray. Creo que esa película es la antesala de mi gusto en cuanto a narrativa se refiere. Cada que termino de leer un cuento que me gusta, después de sentir un vacío en la boca del estómago, imagino a ese arquero, o persona normal, en la cancha, o sea la vida, con el tiempo suspendido, el sudor agobiante, el cuello tenso y la inminencia de una anotación en tu contra; ese momento: o te lanzas e intentas pararla o, como sucede en la mayoría de los casos, te quedas estático, contemplando de reojo el gol, sin saber qué exactamente dirigió la bola.

6/16/2006

Espero el partido México contra Angola, y mientras espero pienso en lo absurdo que suena esperarlo. México ya le ganó a Irán, para mi gusto, con un poco de suerte, suerte buscada en todo caso. Menos mal que nuestro orgullo se juega con un balón a ras de pasto, pues, de haberse jugado con milicia, habríamos perdido; o de haberse jugado con una cámara de cine, a pesar de nuestros balbuceos arrogantes, Irán, con Kiarostami, que sí ha ganado la palma de oro, nos habría derrotado.
México frente Angola, entonces, me parece, lo tenemos en la bolsa. Tal vez no es el partido lo emocionante, sino, lo distinto que se ve todo; hasta el taxista me cobró menos por haberle resuelto una duda. En nuestra oficina poliétnica (pues hay un irlandés, una alemana, dos españoles, una colombiana, tres oaxaqueños y una bola de chilangos), bajo el influjo de Pollyphonic Spree, y la custodia de un refri lleno de chelas, de igual forma, de diferentes orígenes, disfrutamos de la espera, el ambiente está más en armonía y, valga la cacofonía, más en camaradería que nunca, todo está relajado.
Ya goleó Argentina. Los argentinos me caen poca madre; así que, además de emocionarme con los verdes, los albicelestes tienen toda mi atención, y hoy soy un poco más feliz que antes. De por sí un extraño latinoamericanismo ha determinado mis apuestas. Pinche Paraguay, pienso, y pinches ticos, pinche lazos seudoraciales, pinche lenguaje, pinches fronteras difuminadas. Hablando de eso; Angola, qué extraña forma de unir a un país. En Luanda dirán lo mismo mientras. Presiento que en el futuro, el único rastro de fronteras se verá en la historia de los mundiales. Y sí no, sólo vean que Checoslovaquia o Yugoslavia o la URSS, fueron potencias futboleras y ahora no existen, o existen fragmentos y esto, muchas personas, como el taxista que me trajo hoy, sólo lo saben, o les interesa, gracias al futbol. En fin, ahí está el rastro; quizá algún día México padezca algo similar y sólo sepamos que algún día exisiteron mexicanos, y que nunca pasaron del décimotercer puesto; pero, esperanza, quizá cuando sea Estados Unidos del Sur, o Latinoamérica del norte, o Euroamérica, o Telvisa-Azteca Co, o Taco Bell Republic, en fin, quizá en unos cien años, cuando hablen un lenguaje extraño, entre español, inglés y salvadoreño, quienes hayan nacido en este mismo espacio físico y coman tacos, pasen a semifinales. Ya llegaron los tacos, mejor me callo y como, en espera del silbatazo.

6/11/2006

La culpa es del asma. La verdad es que, aunque me considero un ser pensante y racional, cedo ante el encanto primitivo del futbol, sin acento, así, futbol, y durante todo este mes, al menos eso he planeado, no pienso escribir nada que no tenga que ver con el parsimonioso balompié. Siempre he dicho que las palabras pueden embellecer cualquier disciplina; y si, como se ha visto, las palabras han podido embellecer hasta a la literatura, ¿por qué no habrán de pintar al deporte, creo, más universal de todos? Yo fui un niño enfermizo; esa no es la causa de mi necedad, pero sí un enternecedor pretexto. He desperdiciado incalculables horas de mi vida en mirar transmisiones de futbol, y no sólo eso, he leído libros, he indagado estadísiticas, he conversado, he asisitido a los estadios y hasta he jugado, ¿por qué no habría de compartirlo?
De los tres a los ocho años, me parece, mi asma fue amenazante y me convertí, o no sé si ya era, en un niño tímido, inteligente pero tímido, o sea, antisocial; así que, para remediar un poco eso, mis padres, o no sé si yo solo, decidieron, o decidí, que al bajar la intensidad de la enfermedad, sería bueno que entrara a una liga infantil para tomar un poco de aire, e interactuar con otros niños. El hallazgo fue emocionante. A partir de entonces mi energía se concentró en aprender tácticas, conocer jugadores emblemáticos, manejar datos históricos, elaborar estrategias complejas, inventar chistes obscenos y trabajar en equipo, en pos, en pos de un fin: la meta, los goles, la victoria, campeonatos. Ahora recuerdo, jamás pude meter un gol en cuatro años de entrenar diario y jugar cada domingo, pero también es verdad que el futbol me quitó lo serio, lo callado y retraído. Antes del futbol mi juguete era un globo terráqueo y mi orgullo era haber despedazado la enciclopedia de tanto cargarla a todos lados. Después del futbol mi juguete era, obvio, el balón, y mi orgullo era poner buenos centros desde la banda izquierda, aunque escasos, buenos. A los ocho era un niño arrogante. A los doce ya era un púber humilde y, sobre todo, comunicativo; si a los ocho me sentía por encima de los demás, a los doce sabía que era un niño promedio, con sueños normales y un sentido del humor conciliador, tal vez porque no había metido un solo gol y además era suplente, o sea, innecesario. El futbol cumplió con su deber: me convirtió en un ser sociable, sabedor de que, para avanzar, siempre se necesita de los demás. Y así, pues.

6/05/2006

Puente de primero de mayo. Parte III

Domingo en la mañana

Imaginaba a Tepoztlán como un lugar místico, lo imaginaba ideal para concluir ciclos, como una gran concentración de energía. De plano no lo imaginaba como una extensión del de efe, con más sol y menos tela. Sí que lo imaginaba un lugar caluroso. Pero no lo imaginaba, subrayo, como un tianguis dominguero más, aunque sí como para refrescar la monotonía, para mermar el cansancio y el gris rostro de oficina.
Pensaba en esto mientras caminaba, ¿con ellas?, mejor diría al lado de ellas, como autómata, paso a paso sin reclamo, silencioso, obediente. Ellas eran felices, o bien fingían estarlo, pues a cada puesto que avanzaban, o retrocedían, emitían ruidos de ánimo, miraban, tocaban, se entusiasmaban y volvían a avanzar, o a retroceder; su alegría, es la verdad, me tranquilizaba; mientras las miraba extrañado y me apretaba la nariz, pensaba o pienso: después de todo estoy con ellas porque, al contemplarlas, sonrío. Claro, ese era el objetivo del viaje: pensar mientras me apretaba la nariz, y mirarlas felices y sonreír.
Pensaba también en eso mientras caminaba como, como ya decía, como autómata. Las veía comprar y apreciar los puestos, deseaba hilar una conversación, deseaba escucharlas, deseaba un taco de algo y también sentía, al cerro, desde allá, sabio, lo sentía observarnos pequeños e ingenuos ante él, deseosos de conquistarlo y de tomar cerveza.
Pensaba en eso último cuando ellas dijeron: vamos a echarnos un taco o algo. Yo dije: qué bueno, ya era hora. Ellas rieron enteradas de mi hambre y conocedoras de mi desesperación. Y remataron: sí, y luego volvemos a los puestos. Sonreí.
Y la verdad es que cedo ante la presión. Así se demostró en el expendio de quecas. Un señor de bigote y sombrero puso una bolsa de galletas frente a mí. Yo la tomé sin pensar y no tuve de otra que escucharlo: vendía esas galletas para no sé qué y que costaban cinco pesos y que se los diera; y luego tomó la bolsa. Presión. Pude haber dicho que no. Pero no pude. Ya tenía al señor encima de mí, esperando mi reacción. Nadie me veía, nadie podría juzgarme, así que, para liberarme de esa presión de sombrero y bigotes, decidí meter la mano derecha a mi bolsillo. Presión. Uno dos tres cuatro, sí, sí tenía cinco pesos, cinco monedas mojadas por el sudor de mi ofuscada persona. Pero no quería soltarlas. Pude haber dicho otra vez que no, pude haber resistido a ese embate. Presión. No sé qué cosas dijo sombrero bigotes que ni escuché ni entendí, pero que me hicieron enseñarle las monedas y mi rostro asustado. Sombrero bigotes soltó de nuevo la bolsa en medio de mis manos, tomó el cambio, habló de futbol y rió, rió burlonamente. Yo sonreí, dije sí sí y gracias. Cuando lo vi alejarse, sentí un extraño alivio y unas bolsa de galletas entre mis manos. Esperaba que ellas no hubieran visto ese rasgo de mi carácter, esa vergonzosa debilidad. Pero no fue así, qué remedio, pensé, otro elemento más para alimentar mi sentido del humor. Unas ganas inmensas de subir ese cerro se apoderaron de mí.

Domingo en la tarde

Terminamos los puestos y fuimos a comer y a tomar esa cerveza prometida. Después de comer, por fin dijeron: ¿vamos a subir el cerro? Sí, grité, sí, hay que subirlo. Unas de ellas dijeron: ¿qué no vinimos a tomarnos unas chelas? No, dije yo, vinimos a subir ese cerro. Otras dijeron: sí, a cargarnos de energía. Unas: no, vinimos a relajarnos. Otras, sí, cerro; unas, no, chelas; otras, sí, cerro. Lamentablemente hubo una escisión. Yo, obviamente, me fui con las que se dirigían hacia el cerro.
Empezamos con mucho ánimo, confiados en nuestra voluntad de hierro. Sin embargo, a medida que subíamos, el sudor lo oxidaba, a ese hierro. La velocidad de nuestro entusiasmo disminuyó y el grupo se desmoronó como se habían desmoronado mis galletas insípidas. Paulette iba hasta adelanté con su ritmo acostumbrado, con la misma velocidad y determinación que utiliza hasta para analizar un texto. De cerca la seguíamos Regina, que subía cada roca empinada como si fueran almohadones, y yo, cuyo cerebro punzaba y cuya garganta exhalaba humo de llanta y un gato cada vez. En poco tiempo llegamos a las escaleras finales, nos detuvimos a descansar un poco. Yo, con la mente apretujada, la voluntad aletargada ante el tepozteco, el cuerpo agotado, enrojecido, sudado, enlodado, y con un silbato terroso por laringe, decidí no subir más. Me rindo, dije. Paulette volvió a caminar. Regina dijo no manches. Mis piernas entumidas vieron los empinados y numerosos escalones con agobio, pero mi voluntad volvió del letargo y las movió, a las piernas, y subieron escalón tras escalón. Inhala, exhala, pensaba, uno, dos, gotas de sudor sobre la tierra, tres, cuatro, sudor por todo el cuerpo, calor en cada músculo, uno, dos, piernas entumidas, inhala, exhala, tres, cuatro, garganta seca, taquicardia, uno, dos, la cumbre cada vez más cerca, la conquista, tres, cuatro, taquicardia, la cima, tos, la cima, el último escalón, la cima, calambre en la pierna derecha, dolor y la mente en Austria. Abrí los ojos y mi cuerpo yacía encima del Tepozteco, mi cabeza estaba mojada y cubierta por el suéter de alguien, Paulette me daba masaje en la pierna acalambrada. Mi vista nublada comenzó a aclararse. Ya habían subido también Ira y Marisol, rojas, tomaban agua como si nada, y yo, todavía en Austria, pero en plena segunda guerra mundial. Gracias, le dije a Paulette, tomé del agua que me ofreció y me levanté con el cuerpo frío y adolorido. Caminé hacia donde hubiera una mejor vista, sentía la cabeza pesada por el suéter mojado que la envolvía; sentía los músculos entumidos, la garganta enlodada y el pensamiento acalorado, ardiendo. Un ventarrón, justo al llegar a la orilla del aplanado, me refrescó el cuerpo y la memoria. El ventarrón me envolvió en una especie de vapor que emanaba de mi cuerpo y se dispersaba recuerdo tras recuerdo hacia el paisaje, sin poder apreciarlo con nitidez. Recordé que no subí al Tepozteco, que tuvieron que jalarme Paulette y Regina después de mi calambre. Recordé una frase que me dijo el escritor ermitaño de mi Austria onírica: las distancias físicas son hechos concretos, por eso despierta y ríete de mí con saña, como loco, como yo me río de ti ahora, y después toma un mazo. Recordé las frases que escuché de Lula y José Luis, que aunque no fueron con saña, también me habían despertado. Recordé al señor sombrero bigotes que me había hecho comer galletas insípidas. Recordé el frío en mi espalda y el pan que sabía a jabón y a mi padre enfrente, sin abrazarlo. Recordé a Estrella y su ansiedad por encontrarse en la situación óptima, recordé la cerveza con vino, y mi presencia en ella. Recordé al fuego exiguo, que a veces es intenso y acogedor. Recordé al túnel casi sublime y al coche mágico absurdo; y al irlandés que acepta con pena haber leído a Joyce, y al español fanático de los sesenta; imaginé la distancia a la que se encuentran de cuando tenían mi edad, y no sólo la distancia física o temporal. Y una vez más pensé en el escritor ermitaño y en su frase sobre la distancia física. Y recordé el olor de una cabellera en una madrugada friísima y pensé en la dueña, y en lo bella que se ve también con el pelo amarrado, y en lo bella que se ve de todas formas. Recordé mi nueva casita y su escalera que es para subir y luego bajar, y en ahora. Y entonces recordé que mi vida está en mis manos y creí que era el momento oportuno para pedirle un deseo al cerro, como dice la tradición, pero algo me dijo que no, que es lo que quería decirme, que los deseos no se le piden a un cerro viejo, como él, sino que sólo hay que estar atentos a lo que en la cima tienen que decirnos; y entonces mis ganas de bajar fueron enormes y el ventarrón se disipó visible a mis ojos, concreto, concreto como las distancias físicas, concreto como el valle tepozteco lleno de ejidos, concreto como la carretera por donde llegamos y han llegado muchos, concreto como este texto, concreto como el muro de concreto que derribaré con mi mazo. Volví hacia donde estaban y las abracé sin que se dieran cuenta de la importancia de ese instante. Nos tomamos una foto. Bajamos, me quité el suéter húmedo que refrescaba mi cabeza y otro matiz se incrementó a mis sentidos.

Lunes todo el día

Duermo.