6/13/2005

El índice, esa área del libro que, en algunos casos, provoca el antojo, la salivación y, en otros, también sirve para cerrar el libro, esconderlo con miedo y esperar a que jamás vuelva a aparecer.
Esas líneas que advierten, que susurran: vení; que gritan: largo, no entenderás; que exclaman: zopenco.
Estás parado en una calle, acabas de salir de una reunión con el sabor a cebada entre el paladar y la lengua, y, de pronto, un airecito acaricia tu rostro, te invade, se te abre la boca del estómago y dices: allá, en la otra cuadra, venden unos ricos tacos al pastor. ¿Cómo sabes?, pregunta alguien, ¿cómo sabes, si jamás hemos estado por acá? Lo sé, dices tú, porque lo intuyo, porque siento el aroma que despide esa esquina y sé que son tacos y sé, además, que son sabrosos y la salsa es espléndida a pesar de que lleva tres días en el refirgerador.
Es decir. Ves humo en una montaña y aunque nadie te lo diga, lo sabes: algo se quema, es un incendio. El humo es el indicio de un incendio.
El índice, valga la redundancia, es el indicio del contenido del libro. El índice, entonces, base para comenzar un proyecto: el indicio de lo que será el resultado final.

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