12/04/2006

Domingo, crudo, en la mañana. Es bueno tomar whisky. Tengo mucho trabajo, tengo trabajo. ¿Ir a la oficina? Doy vueltas y vueltas por el departamento. Como. Veo futbol. Hablo con mi familia en Oaxaca. Salgo a caminar. Cruzo una calle, dos, tres cuatro. Me detiene un semáforo. Pienso un minuto en las ideas de anoche. Muñeco verde. Cruzo otra calle, otra, otra otra, otra. ¿Oficina? Pienso en ir a la oficina y me inmovilizo. ¿Cine? No, creo que no. Entro a un café, compro un café, salgo, me detengo, sorbo al café. Hace frío. Pienso en ir a la oficina, pienso, pienso, pienso en otra parte, en huir, recuerdo mi saldo, siento calor en el estómago. Después de un minuto detenido, congelado, camino hacia mi casa, me han dado ganas de leer, de escribir lo que platiqué ayer en la noche. Tengo ganas de escribir. Corro. Quiero escribir. Corro, corro, corro. Entro a mi casa, el entusiasmo se esfuma. Camino, camino, doy vueltas adentro de mi casa. Subo la escalera que sirve para subir y luego bajar, pero arriba permanezco. Quiero hablar por teléfono. Agarro el diario de Gombrowicz. Me alivia, me distrae, diatribas y más diatribas. Coincidencia. Gombrowicz también está leyendo La Montaña Mágica de Mann y, qué raro, le parece buena, me hubiera dolido que le pareciera mala. Me emociono, siento algo raro en el pecho. Bajo de la escalera, busco La Montaña que he dejado un poco olvidada, la retmo con alegría, ¿en dónde me quedé?: Clawdia no ha vuelto, pero Castorp permanece enfermo y, enfermo, se inmiscuye en una confusa discusión entre Settembrini y Naphta sobre el ser humano o lo contrario. ¿De qué hablan? ¿Qué argumentan? ¿Cuáles son realmente sus ideas? La conversación es apasionada, dura veinte, treinta páginas; Naphta y Settembirini son elocuentes, yo no les entiendo nada, suena tan bien todo, pero no capto nada concreto. Es una de las discusiones más verosímiles que he leído. Castorp se anima a esquiar. Comienzo a aburrirme. Quiero hablar por teléfono. Se me ocurre escribir algo para mi blog. Abro el blog de Pitol (El Arte de la Fuga) para inspirarme, leo: notas sobre Thomas Mann. Pitol comienza a hablar de la Montaña Mágica. Coincidencia: de los novecientos episodios de La Montaña, justo apunta, Pitol, acerca de la discusión que, sobre la nieve y frente a Castorp, lidian Settembrini y Naphta. Mann, dice Pitol, nos evidencia: todos nuestros argumentos posibles, adolescen; cada discución que no es frente al vacío, es hueca y pretende. Tanto uno como el otro tiene razón hasta cierto punto, es decir, en el siglo veinte, nadie tiene razón y a la vez todos la tenemos. Eso he creído leer pero en realidad, mis propias ideas, no han dejado que me concentre, todas las palabras parecen ornamente, sigo el camino renglón por renglón, pero es mi pensamiento el que leo, las ideas de Pitol, repito, manchas, ornamento: siglo, fuerza, humanismo, carne, tomismo, dios, catolicismo, satán, determinismo, conjeturas, nieve, Gombrowicz, ¿Gombrowicz?, pierdo la atención a mis ideas y comienzo a concentrarme en el texto de Pitol: cita a su madre, la de Gombrowicz, y a su diario, el de Gombrowicz, en donde habla de Mann y La Montaña. Me mareo. Veo a Gombrowicz leyendo a Mann mientras este se le acerca y, al tiempo que se saludan, Pitol recuerda a Gombrowicz y lo ve donde yo lo veo, hablando con Mann, Gombrowicz ve a Pitol y lo invita a discutir sobre La Montaña, ahora que están al lado del autor. Oh, no, me apena, dice Mann, no los conozco, qué pena. Pitol: por favor, al menos sobre la discusión eterna entre Naphta y Settembrini. No, no, no, dice el buen Gombro, habla de la forma. No, dice Mann, ya sé, un dato personal: cuando escribía esa novela, La Montaña, era un fanático del diario de Kafka, no lo soltaba. Coincidencia, exclama Gombro, justo ahora lo leo, mientras escribo mi diario. Coincdencia, exclama entre carcajadas Pitol, justo ahora leo yo el diario de Mann y conozco ese dato, mientras te traduzco, Gombro, cuando lees el diario de Kafka. Y La Montaña, agrega Gombrowicz. Ríen todos, chocan sus vasos de whisky imaginario. Me mareo. De la penumbra aparece una figura. Oh, pero qué veo, dice Mann. Así es, susurra la sombra, soy yo, acá me tienen, ¿quieren hablar sobre las contradicciones del siglo veinte? Sale de la sombra: K. Lo veo, lo ven, los veo verlo, me mareo. Corro hacia el excusado: vomito, vomito, vomito. Mi cabeza, fría, duele y tiembla. Vomito de nuevo. Me levanto, sirvo un poco de agua dentro de un vaso, lo tomo y tomo. Me siento insignificante. La realidad es abrumadora, y yo, pequeño. Agarro mi mochila, salgo de mi casa, corro, corro hacia la oficina, a esconderme entre tanto trabajo.

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