8/28/2006

La verdad es que no sé cuántos años tenía, menos de ocho, seguro. Estaba sentado en el escalón de la puerta de mi casa frente al patio lleno de plantas. Me picaba la garganta, recuerdo, y un extraño sudor me consumía de ansiedad, mis ojos, para variar, se nublaban y la ropa me irritaba la piel. Yo era alérgico a casi todo en ese patio. No recuerdo si estaba solo. Sí recuerdo que pensaba en el universo, por lo tanto, quizá estaba solo. Tenía la punta de una manguera verde transparente en mis manos. Así que era visible el polvo y la basura que, empastada al plástico, convivía con el aire sucio y caluroso que lento atravesaba la manguera. La olí, recuerdo, y el plástico de por sí ya era dañino, polietileno, algo así habría de llamarse; y apestaba como a llanta. Recuerdo también que vi mis piernas desnudas, contrastadas por pequeñas irritaciones, frías a mi piel. Después cerré un ojo, y con el otro me asomé al interior de la manguera, vi los rastros de tierra, pequeños residuos de hierbas, de la buganvilla de la entrada, de hojas secas, y quizá hasta de insectos. La vi, decía, y sin pensarlo la puse en mi boca, sentí sudor en la frente, comezón en los labios; el aire caluroso se amalgamó a mi garganta, mi aliento se densificó, no sé si respiré o suspiré, pero sí sé que después aspiré con todas mis fuerzas. ¿Por qué cuento esto?
Acabo de inscribirme los sábados a clase de análisis de los géneros dramáticos. En el drama, teatro o cine o lo que se cuente mediante acción, es posible vislumbrar al ser humano, pues un elemento esencial es la complejidad del carácter, que es la causa. Según el estilo realista, del que proceden la tragedia, la comedia y la pieza, y que se antepone al melodrama (Hollywood, las telenovelas, el chisme de la vecina), cada acción, cada accidente nuestro es determinado por el propio carácter y la concepción del mundo. En el melodrama, género dramático que rige o influye masivamente en el pensamiento contemporáneo, existen fuerzas externas (escuetamente: el bien y el mal) a nosotros que determinan nuestras acciones, es decir, prácticamente nuestra voluntad es risible y no nos queda más que luchar contra las barreras. Si algo ha salido mal es culpa de mi enfermedad, de mi apellido, del modelo económico, de mi código postal, es porque he sido pecador, es mi destino, es mi cruz, así es la vida, etc. El realismo, en cambio, es crudo. Hasta las enfermedades tienen un porqué. Los accidentes son planeados, a nivel inconsciente, con anticipación. Las casualidades han sido deseadas meses antes. Cada acción u omisión lleva una razón intrínseca, tu carácter lo ha determinado así en pos de lo que desea. Aunque es duro decirlo, el realismo opina que, si te ha ido mal en la feria, es porque, inconscientemente, así lo has pedido.
La verdad es que no sé cuántos años tenía, menos de ocho, seguro. Este último sábado he pensado mucho en ese momento. Después de inhalar con todas mis ganas de esa manguera, mi siguiente recuerdo es una dificultad intensa por respirar, acostado en mi cama de niño con el cuerpo sudado, adolorido, y mi cabeza punzante, como si el cerebro se hubiera hinchado con ese golpe de polietileno y polvo, convaleciente, vulnerable, enfermo. ¿Qué mensaje quise darles a mis padres con esa imprudencia? Si he decidido no ser un personaje de melodrama, quizá sea momento de pensar en terapia.

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