12/22/2005

El joven lector ha escuchado hablar de Macedonio Fernández y lo imagina gordo y pesado y dice algo así como: Macedonio Fernández es nombre de gordo, como Bolonio o Constancia. El joven inquieto, entonces, piensa que sería bueno leer a Bolonio Constancia e investiga y se emociona, pero se enfrenta a curiosas barreras: colegas poco generosos o existencias agotadas o ausencia. El joven viajante que aún no ha leído a Magris, viaja a Buenos Aires y se incrusta sobre la calle de corrientes, si es necesario decirlo, en busca de algún libro de ese que tiene nombre de gordo. Y encuentra. Y en el primer cuento o no cuento que lee, el joven viajante, precisamente el gordo, que más bien es flaco, enfatiza sus rasgos físicos, deleznables para él: tan flaco y chaparro que casi es imposible, dice, sostenerse ante el paso cotidiano del viento. El joven errado ahora sabe que Macedonio es flaco y no gordo, sin embargo, piensa, sigue en su mente como un gordo de traje, calvo y bonachón, y no como la ilustración que contempla en la solapa. El joven necio piensa que lee a su gordo y no al flaco pedante que existió, así parece, en la realidad; decide imaginarlo opulento sobre una mesa con exquisitas viandas y un poco después se da cuenta que a Bolonio le hubiera disgustado escucharlo y conocerlo. El joven prudente comienza a encontrarle afecto al gordo que es flaco y cree que no fue arrogante sino todo lo contrario, y que el tono, el estilo con el que escribe es pegajoso, su intelecto visionario y comienza a admirarlo. El joven ingenuo piensa que lee a dos escritores: el flaco que existió, bondadoso e inteligente que se llamó Macedonio; y el otro, el gordo que brinca de las líneas, que graba las palabras en su mente, arrogante y tragón, que él llama Bolonio. El joven reflexivo apunta en su cuaderno, sentado en una banca de Dorrego, que cada persona, cuando escribe, plantea un sosias que se escinde de él mismo en cuanto alguien lo lee, como ahora, y entonces se multiplica y en cada persona existe un sosias de él, que más bien no es eso sino un ente amorfo, que ronda y habla dentro de la cabeza de quien lee, como ahora. El joven escritor decide dejar de dar vueltas sobre esa idea y plantea algo concreto hacia la nada, es decir, habla sólo y nadie escucha cuando dice: soy una fotocopia imaginaria, soy un Bolonio en la cabeza de alguien. Y entonces el joven ególatra se da cuenta que todos sus lectores lo conocen en persona y piensa que es imposible ser un Bolonio pues su imagen debe estar nítida en la memoria de quien lo lee, o así parece. De inmediato se pregunta si a pesar de conocer a sus lectores, de alguna forma, alguien imagina otro tipo de persona al leerlo: se visualiza flaco y arrogante en la imaginación de alguien, caballeroso, cortés y espigado en la de alguno, y gordo e inepto en la de otro. El joven suspirante se levanta de la banca y piensa que sería bueno conseguirse lectores que no lo conozcan en persona para multiplicarse, para ser un Bolonio o un Fidel o una Consuelo, o un sosias escindido de él mismo o lo que sea; y decide regresar a México a escribir con esperanza y desasosiego.

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