9/30/2005


Uno se asoma tanto a la ventana que, de pronto, quizá sin saberlo, se le pierde el entendimiento. O es el gusto lo que se diluye. O es la emoción la que se escapa. O el estómago el que se revuelca. El horizonte, en términos estrictos, no existe en esta ciudad; es imposible, no me había dado cuenta: fijar el pensamiento a tal figura bonachona (el horizonte). Uno, aquí, se sube al techo, y en vez de sentirse un inspirador cuadro del s. XIX, se sienta en un lavadero, se contempla el tanque de gas y se imagina, algunos fuman. ¿Cómo entonces inflar el pecho y aventar melancolía cuando uno no puede, ya sin más, contenerla? ¿Cómo despojarse de agobios sin aire fresco, sin olor a anafre, sin kilómetros enteros para atravesarse en silencio? Puede ser todo esto el pasado. Lo posmoderno son tantas cosas, tantos fragmentos, tantas mentadas de madre al mismo tiempo. Para pensar esas cosas, pienso, mejor no asomarse a la ventana; mejor abro un libro de Hal Foster dispuesto a creerle.

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