10/02/2005

Atorado, con un forzado ejercicio dramático entre una sien y otra, me fui a la cama. Ahí, con la mejilla derecha en la almohada, la premisa comenzó a torturarme, luego el tema, la peripecia, el protagonista, la motivación, el objetivo; la baba comenzó a escurrir, la mente a tensarse y el cuerpo a relajarse.
Volví a mi primaria. Sentí de nuevo la tierra en la garganta y el poliester azul entre las piernas sudadas, y vi, dando vueltas y vueltas en torno al asta bandera, a la niña de los tobillos mordisqueables, envuelta en un halo de polvo vespertino. Me acerqué. Ella giraba y giraba con su mano como impulso, el cuerpo encorvado hacia atrás, su cabellera opaca y la sonrisa alocada; y los tobillos tensos, debo decir, más mordisqueables que nunca. Levanté el rostro y le pregunté cuál era su problema. Se detuvo. Mi problema es que, dijo, a pesar de que aquí crecimos, suspendió su discurso y luego me escupió y gritó y luego huyó hacia donde estaban los jueguitos: una resbaladilla y un pasamanos mal soldado; la vi esconderse en unos arbustos; seguí sus carcajadas. La encontré. Vi sus mejillas raspadas, ¿ves mis ojos?, me dijo, ¿ves estos ojos?, pues nunca los conocimos, dijo, y a pesar de que aquí crecimos lloramos igualito que todos, igualito a todos. Comenzó a temblar y me contagió las lágrimas. Desperté lleno de lagañas.
Quiero contar tantas cosas, pensé, tengo tantas cosas que decir. Después imaginé que la niña de los tobillos mordisqueables me ayudaba a derribar el pasamanos de la escuela; luego me señalaba el asta bandera y sonreía como loca.

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