9/19/2005

En el sillón me reclino, cierro los oídos y contemplo una telaraña, espesa, colgante, pesada tela de araña en la esquina superior encuadrada. Hemos sido quinientos, mil, millones, mil millones quienes hemos tenido esta certeza a traves de los tragos del tiempo ebrio. O, mejor dicho, hemos padecido este anonimato cruel, esta tragedia moderna introspectiva domestica que zarandea; surge un cuestionamiento y, como sabemos, se multiplica, es una germen que se potencia: ¿Qué hace ahí esa telaraña? ¿Desde cuando no paso la escoba? ¿Desde cuando no he salido a buscar trabajo? ¿Por qué dejé la escuela? ¿Por qué fumo mariguana? ¿Quién me dio a luz? ¿Qué es Dios? ¿Cómo concibe alguien el big bang? ¿Cómo? ¿Cómo concibe alguien a Dios? ¿Por dónde me escapo? ¿Por qué pienso, por qué no mejor me meto un balazo? ¿Por qué no he comprado una pistola?
Abro los oídos, entran dos cláxones, me incorporo y en mi regazo contemplo un plato colmado de palomitas. A través del velo de polvo identifico mi sonrisa reflejada en la pantalla del televisor. Lo enciendo. Sonrío, me carcajeo, veo una garganta. Cada rostro es una mano entumida que pide o enterrarse en el concreto o estrangular al culpable de las sombras proyectadas. Los cuestionamientos se diluyen. El anonimato se vuelve una roca gritona, una telaraña en forma de ancla. Mi dentadura tiembla y se hace dueña de un puñado de palomas.

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