4/22/2005

Así lo quiso, me parece. Eusebio, viejo lerdo y artrítico, decidió pegarse a las paredes que conformaban su, olor a ajenjo, morada. Se propuso sentir el frío del muro, de la cal, de los noventa grados. Al principio fue de espaldas y sentado. Más tarde, con el aciago y, en sus palabras, desgraciado tiempo, fue de frente y sólo cambiando la mejilla de lado: derecha, luego izquierda. Su peculiar obsesión por las, sabor a valeriana, paredes que envolvían su existencia, se debía, según yo, al exceso de éstas.
De esta forma lo encontró el menor, y coincidentemente único, de sus hijos, después de días sin comer –ejem-, del hijo, pues el viejo a pesar de no separarse del muro, siempre siempre, se las ingeniaba para llegar hasta la cocina, refrigerador, alacena o puerta de vecina.
Decía pues, me parece, que el hijo había llegado en pos de unas migajas. Sin embargo, el viejo fue contundente al exclamar que qué clase de tipos había criado, carajo. Cómo es posible, gritaba, que en tantos años no pudiera el único despegarse del muro paterno. El hijo, indignado pero sorprendido, cerró la puerta y lo abandonó.
Qué será del viejo, se cuestiona cada noche. Que será de su cuerpo por sus, sabor a pistache, muros. Qué será de su vida, de su muerte. Qué será de su único, enfermo y desgraciado, olor a ajenjo, hijo.

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