4/07/2006

Leo a Heriberto Yépez y me dice que la tristeza con la que amanezco, es signo del combate contra mi propia transformación. Y entonces cierro mi iBook y subo por la escalera, la de mi casa, que no llega a ninguna parte. Y me siento, ahí, en ninguna parte, a reflexionar. Pienso en la mentira: una de las consecuencias, o desventajas, de mi cambio de domicilio, es que no tengo internet; he dicho una mentira; de todas formas debí haber leído a Yépez en la oficina y de alguna manera memoricé su frase, o quizá la apunté, no sé, de plano pude haberla inventado. Y luego pienso en la verdad a medias: es cierto que mi escalera no lleva a una planta superior. No quiere decir que no llegue a ninguna parte pues, si estoy sentado aquí, reflexionando, es porque al menos piso tiene; aunque hay que aceptar que si se suben escalones: es para ascender y no para detenerse para bajar, o eso creemos todos, incluso Cortázar. Y mis escalones no son para ascender. Lo cual, ahora se me ocurre, podría replantear mi visión de la vida. Pienso en la verdad: de pronto, aunque me gustaría más decir repentinamente, pero dije de pronto, bueno, de pronto, decía, no entiendo por qué tengo tantos deseos de publicar, no entiendo por qué quiero que la gente me lea si yo no leo lo contemporáneo, si no compro las antologías, si en los suplementos culturales me brinco los cuentos; no entiendo por qué quiero publicar cuento si cuando los encuentro me hastían, si cuando los escucho me aburren, si cuando oigo hablar a sus autores en los medios, o me dan náuseas o vomito. ¿Quiero yo eso? Es posible que si llegara a publicar, no me leería. Quizás esa sea un buena razón para escribir: para ya no tener que leerme. Soy sensato: es absurdo. Pienso en otra verdad: lo último que he leído son blogs. Soy más un consumidor de blog que de publicaciones actuales, lo acepto. De hecho, los únicos cuentos que he leído han sido disfrazados de post, y aún así medio me los brinco. Caray, pienso, me rasco la cabeza y bajo la escalera. Camino, veo mi cama y me aviento. Descanso, suspiro y pienso: ay, yo sé que no tengo un segundo piso, sé que no tengo un segundo piso, pero tengo la escalera; y el hecho de que, al subirla, no llegue a ninguna parte, no impide que disfrute de subir y bajar por sus escalones, no me quita la inspiración para reflexionar en su punto más alto. Todo lo comparo con la literatura. El proceso es a veces más sabroso que el objetivo. Yo no me enojo con un final deus ex machina si a lo largo del texto he disfrutado de un buen contenido, si he saboreado la prosa, si se me ha llenado el pecho de emoción y sobre todo si me satisface a nivel intelectual. En fin, o en proceso: sería bueno escribir sobre el proceso, precisamente, como género literario, no el ensayo, el proceso; es decir, las primeras notas, los apuntes, los bocetos clave, y todo aquello que al final se corta. ¿Andrei está triste? Quizás sí, pero quizás así comprenderíamos mejor a la literatura, o a la vida. Me atrevo a decir, aunque no grite, que exploraríamos más la condición humana leyendo los borradores, los apuntes y la idea original de, digamos, Moby Dick , que leyendo su última edición. Contemplar un proceso debe ser más estimulante, para mí, que un producto final. Subir una escalera puede ser una experiencia rica, más por el hecho de subir los escalones que por llegar a alguna parte. Vivir, es mejor que tener una vida. Escribir, reflexionar, mejor que publicar. ¿Un buen blog, mejor que una novela más en el mercado? Quién sabe. Me levanto de la cama y camino hacia la escalera. Me gusta tomar de la mano al pasamanos y subir mi pie derecho al primer escalón. Ahí pienso en otra verdad antes de subir: en el cuento, estrictamente, el personaje sólo tiene una transformación; en un ruído que parecen ideas, como éste, el personaje combate contra su transformación, la tensión es constante, y ni siquiera es necesaria la anécdota, creo, para comunicar el verdadero conflicto.

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