5/19/2006

Puente de primero de mayo. Parte I

Viernes en la noche

Abrí la puerta del departamento, agotado por el día de trabajo. Encendí la luz de la sala, vi mi cama al fondo, apagué la luz e intuitivamente caí en el colchón sin cerrar los ojos. Con la mirada en el techo pensaba en la muerte como una flecha fría, trémula, inminente, con trayecto y tiempo definido. En algún momento, creo, cerré los ojos porque al escuchar el aviso de un nuevo mensaje, en mi teléfono celular, volví de algún lugar, de otra parte; si no fuera por mi lógica férrea, diría que volví de Viena; levanté el teléfono y leí: estoy triste, háblame. Sin soltar el celular me di la vuelta y, boca abajo, cerré los ojos otros treinta minutos.
Ella también es de Oaxaca. Llegó hace cinco años, me parece, y entonces era una niña tierna y amorosa, cursi, santa, casi una Carmelita descalza. Hoy, además de ser leída, práctica e incisiva, por fortuna, sigue en la tónica cursi, y lo mejor es que le enorgullece; en pocas palabras: ya sabe lo que quiere.
Quedamos a las once de la noche en el centro de Coyoacán, una vez más. Llegué a las once cuarenta y aún así me recibió con un abrazo y un brinco. Tomamos cerveza con vino, varios tarros. Dentro del bar, una densa tela de esnobismo y humo de tabaco, ornamentada con ideas orientales, envolvía nuestra charla: el uno frente al otro. Supongo que quería escuchar de narrativa y olvidarse de modelos económicos o identidades nacionales, yo preferí crear modelos agudos de crítica de la vida cotidiana, ejemplos de problemas de identidad en nuestro alrededor y argumentos para derrocar a cualquier cinéfilo. Ella rió. Después me contó su desilusión, su ansiedad. No te preocupes, le dije y contemplé, con simpatía, a los demás parroquianos, sin duda, con conversaciones similares a la mía. Lloró, lloramos, pensé: seguiremos llorando. Ebrios ya, a las dos de la mañana, nos corrieron; caminamos abrazados en busca de más alcohol. Vamos a bailar, dije y tropezamos. Bueno, dijo, y se sentó en una banca. ¿No quieres bailar? Sí, sí, vamos. Un minuto de silencio y luego dijo: ¿soy distinta? Claro, le dije, y qué bueno. Ella siguió con la mirada fija en la grieta que nos hizo tropezar; yo saqué por instinto, creo, mi teléfono celular, como si tuviera a quién llamarle a esa hora, como si tuviera a quién llamarle. El frío pusilánime, el suspiro de ella y mis ganas de bailar coincidían como personajes sin parlamento en una bóveda oscura, mientras se miran la cara y levantan los hombros. Guardé el celular, eructé y la vi: tenía razón: era distinta, las mismas piernas, el mismo peinado, pero distinta. Algo dentro de mí se sentía culpable de su ensimismamiento. Estoy inconforme, dijo, siento que no estoy donde debo estar, llévame a mi casa. No soporté esa extraña culpa y le chiflé a un taxi.

Sábado en la mañana

Una vez más volví de Austria. Por alguna extraña razón dormí en el suelo y el frío intenso de la madrugada me hizo soñar con esquís y un escritor ermitaño, tal vez Bernhard, que me confió frases increíbles, filosofía pura que jamás recordaré. Al poco rato llegó mi papá para invitarme a desayunar. Hablamos de lo difícil que era, en los setenta, querer ser poeta cosmopolita y no costumbrista o social; sobre todo si se militaba en el partido comunista, se había nacido en Oaxaca y, sobre todo, si no se era homosexual. Caminamos hacia una esquina y desayunamos unas ricas cazuelas. El café era bueno, el pan dulce sabía a jabón, como casi siempre en el df, y mis ganas de abrazar a mi papá eran enormes, pero esperé hasta que nos levantáramos. La sobremesa duró una hora por lo menos; la conversación, que bandeaba desde el presidente de Uruguay hasta la nueva película de Tom Cruise, fue interrumpida a menudo por grandes silencios que comunicaban mucho más. Pagó la cuenta, nos levantamos y me guardé el abrazo en el estómago.

Sábado en la tarde

Como a las tres de la tarde, desperté en mi sillón con las frescas páginas de Manuel Puig sobre mi cara. Medio abrí los ojos y leí, subrayado con mi baba, de forma involuntaria: ya está la cena lista sin gastar un centavo. Hay veces que la libromancia es tan acertada que obliga a respetarle. De inmediato pasó Gerardo por mí para ir a la comida de Manolo, en Metepec. Le conté que había estado en Austria y dijo que sí, que él me había visto acompañado por un viejo ermitaño.

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