2/02/2005

Traigo una bola de zozobra, traumas y obsesiones ---lívida y grasosa---; impregnada a mi nuca. Es la causa de mi neurosis y el mal humor que me aqueja. ¿Quién podría vivir con tan espeso calor, rodeado de urticaria?.
Hoy, ya no pude soportar esos aguijones opresores y, por fin me decidí, a comprarme un foco, que me aliviara. Lo instalé, lo conecté y, un poco después, activé el interruptor. El foco alumbraba, o como dicen algunos, iluminaba. Su brillo hipnótico, sabio y perfumado, sustentaba mi acto de fe. Acomodé mi nuca, con el rostro esperanzado, debajo de aquella luz. Ya imaginaba a esa bola sebosa derretirse, ya sentía cómo se diluía y empapaba mi cabeza, y cómo le otorgaba sustento y fuerza a mis ideas. Me sentía libre, casi sobrehumano, estuve a punto de gritar por la ilusionada conmoción, pero ---¡maldita sea!--- el foco no actuaba; la bola, al contrario, se aferraba, permanecía como un cruel estigma, pesado y sudoroso. Antes de deprimirme, al borde del llanto, decidí no darle importancia. Decidí convivir con mi entrañable bola, lustrarla y presumirla a mis compañeros, a mi familia, a mis amistades.
¿Le pondré nombre? Tal vez sólo le borde una pequeña insignia que la dignifique.

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