9/01/2004

EJERCICIO NÚMERO UNO

“¿Es usted el hechicero?” Pregunté al viejo al abrir su desvencijada puerta. Él respondió que por favor no le llamara así, después me invitó a pasar a su cuarto, pequeño y profuso. Me senté en un sillón que olía a alimento para gato. En la pared una cabeza de toro me veía con ojos de ámbar y una pirámide de vidrio, sobre la mesa, reflejaba una espada colgada, ¿o sería un puñal?
“Quiero montar al dragón”, le dije temblando. Él, después de guardar un corto silencio y sonreír, comentó: “¡Vaya! Eso es severo. ¿No has intentado con medicina?”.” ¡Tengo hoyos negros en la sangre!” respondí enérgico, casi levantándome. La música aumentaba en sus ritmos, el viento que entraba por la ventana enfriaba mis nervios y aquel señor, barbado y ladino, sólo me ofrecía agua de mandarina sin satisfacer mi petición. Me escudriñaba como quien ve un arco iris sobre el mar.
“El ser humano siempre lejano a la real libertad, en cambio, vulnerables sus últimas cadenas” sentenció al prender un cigarrillo aroma a canela. “No es mota, así que, si te lo fumas, verás cómo las utopías de la Biblia se diluyen”. Asentí y fume obedientemente. El humo entró a mi cuerpo. La densa oscuridad, succionaba en espiral a mi estómago. El viejo se levantó torpe y al ofrecerme su mano, me di cuenta que me despedía. El dolor comenzó a extinguirse. La luz de la luna deslumbraba mis estigmas de melancolía. Ya extrañaba a las hadas, la dualidad que amé –el sexo con una y el canto de la otra–. La zozobra, asfixiante, crecía. Mi mente, calidoscopio de recuerdos. Mi llanto, pirotecnia de nostalgias.
No pude soportar el vortex en mi alma, y caí. El cuarto apestoso era ahora un anfiteatro vacío, fresco. Entonces la Muerte, envuelta en un rebozo, apareció entusiasmada y repetía: “Es la hora del poeta”. Como un muro avanzó sobre mí, poco a poco, hasta reducir el espacio. No tuve salida, me absorbió y después… nada.

No hay comentarios.: